La doña abrió los ojos, giró su cuerpo ágilmente por la cama y cayó sobre sus manos al suelo. Tanteó el suelo por un momento, y al tocar el frío de la escopeta, se incorporó y caminó hacia la ventana.
El grito de la niña aún resonaba en sus oídos. Sabía que no tenía que hacer ruido, aunque el enojo hacía hervir sus venas y la idea de gritar improperios como una desquiciada era bastante tentadora. Pero la situación era muy peligrosa y prefirió dejar que el gatillo hablara por ella.
Abrió con cuidado la ventana, y al tiempo que la madera crujía, trepó el muro y aterrizó en el pasto, empapando sus pies con el rocío de la noche. Avanzó sigilosamente al tiempo que preparaba la escopeta, y al pasar por otra ventana, una voz innecesariamente aguda le gritó:
– ¡Mamá! Los ví, los escuché, van por allá…
Ella la ignoró y siguió avanzando. Después tendría tiempo de regañarla por sus alaridos. Y de paso, también tendría tiempo de ajustar cuentas con la gente de la casa: no veía a nadie acudiendo al llamado de su hija, ni escuchaba disparos o gritos de advertencia, ni siquiera una luz encendida.
En esa noche sólo cabía la voz de su hija contra la oscuridad.
Llegó a la entrada de la casa y, guiada por la memoria de sus pies descalzos, caminó hasta el portón de la hacienda. Se inclinó y escudriñó el camino que se abría delante de las puertas entreabiertas. Entonces una sombra se movió a su izquierda. Todavía estaban dentro.
Giró automáticamente el torso y jaló el gatillo. Al estruendo le siguió un gemido y un golpe seco en el pasto, y otra sombra, con voz de hombre, levantó los brazos y gritó:
– ¡No dispare! No venimos por usted.
– ¡Ya sé que no vienen por mí! -replicó ella con la voz ronca, sonando más amenazadora que nunca-. Pero están en mi casa, y si no quieren otro herido más les vale que salgan de aquí.
– Pero usted está sola -replicó el desconocido-, y no le convien…
Esta vez el estruendo de la escopeta sonó más fuerte, ahogando la voz del desconocido. Rodó por el suelo aullando de dolor, mientras que alguien venía corriendo con una lámpara encendida. Otros pasos se apresuraban en su dirección.
– ¿Qué pasó, mi doña? ¿Quién se metió?
– No tengo idea. Pero creo que sólo eran estos dos. Hágame el favor y les quita las armas, y los lleva al establo que está desocupado. Atiéndalos, si puede, y que se vayan en la madrugada.
– ¿No sería mejor matarlos de una vez? -dijo su hombre, evidentemente nervioso-. Si venían por el andariego…
Uno de los hombres heridos inspiró con brusquedad, y se llevó una mano al cinturón. Pero ella levantó la cabeza con lentitud, y todos se quedaron quietos. Así era siempre, cuando su temperamento hacía brillar sus ojos y canas.
– Esos no son líos míos. Aquí todos reposan, y de aquí salen vivos cuando se pueda, aunque maltrechos.
Giró la cabeza hacia los heridos, y añadió: – Si se matan a machetazos por el camino, es cosa de ellos. En mi posada, el que busca refugio no tiene nada que temer, ni a políticos ni a bandoleros, ni al hambre del camino.
Y se fue caminando hacia la casa con pasos largos, sosteniendo la escopeta con firmeza, tratando de ignorar los gemidos de dolor y las voces conmocionadas que llenaban el aire nocturno.