Con una gran sonrisa, abrió los brazos y señaló el espacio que, en la penumbra, parecía ser la cocina.
– ¿No podríamos prender al menos una de las luces?
– ¿Y para qué? Ya he visto todo lugar antes de que anocheciera. Es increíble.
– Pero… -ella cruzó los brazos sobre su estómago, tratando de apaciguar la tensión que sentía-. Aun si es lo más hermoso que hayamos visto, ¿no te parece…?
– No, amor, por favor, llevamos meses buscando. Esta será la mejor oferta hoy, mañana y en diez años.
Ella se mordió el labio inferior. Sabía que estaba diciendo la verdad.
– ¿Y las cosas?
– El dueño se las llevará a primera hora a una bodega.
– ¿Y la familia?
– Nadie se va a aparecer, y si golpean, pues no abrimos y ya.
– Disculpen -interrumpió uno de los hombres uniformados-, pero ustedes no pueden estar aquí…
– Tranquilo, señor, el dueño del apartamento ya nos dio permiso -mientras decía esto, él apretaba su hombro con excesiva fuerza-. ¡Somos los nuevos dueños!
– Eso ya lo sé -repuso el hombre-. Lo que quiero decir es que no pueden estar aquí sin cumplir el protocolo. Pónganse el tapabocas y los guantes que les dieron al llegar.
Ambos se acomodaron los tapabocas, aunque el olor de químicos llegaba sin dificultad a sus narices.
– Está bien -suspiró ella-. Vamos a comprarlo.
Él abrió los ojos con sorpresa y desvergonzado entusiasmo. Pero antes de que pudiera pronunciar sus palabras de gratitud, ella levantó una mano:
– Pero el tapete se va.
– ¡No! -protestó él-. ¡Pero si es lo que le da caché a esta pocilga!
– Ambos sabemos que esa sangre no se limpia fácil, y además me da escalofríos. O se va el tapete, o no compramos nada.
Y antes de que pudiera responderle, ella se dio la vuelta y salió del apartamento, despidiéndose con un rápido gesto del equipo forense que acordonaba la zona.
Él, al encontrarse solo, huyó apresuradamente de la cocina.