Un día perfecto, una vida perfecta.
Llega a su casa sintiéndose sumamente satisfecho. Entra suavemente, sorprendiendo a sus hijos jugando en la sala. Los abraza, les pellizca sus mejillas, los besa. Atraviesa la cocina, pone la comida que trajo en el mesón, y alista un juego de cubiertos.
Pasa a su habitación, se quita los zapatos, la chaqueta, la corbata y las gafas. Lo deja todo encima de la cama, y vuelve corriendo a la sala. Alista la cena, y les grita a los chicos para que se sienten a comer.
Una vez sentados, todos mastican en silencio, tal como le gusta.
– Hoy vimos las noticias, papá -dice uno de los niños con timidez.
– ¿Estás en problemas? -pregunta el otro.
Él los observa con tranquilidad.
– Eso hace parte de mi trabajo. Hay mucha gente que me envidia.
– Pero dicen que eres un asesino.
– Sólo porque lo digan, no quiere decir que sea verdad.
– Pero sí han muerto personas -replica uno de los pequeños-. ¿No deberías ayudar a protegerlos?
Él los silencia con un golpe en la mesa.
– En este país sólo mueren los criminales. Si no estaban haciendo nada malo, no tenían nada que temer. Ahora, a comer.
Mientras los niños bajan los ojos hacia sus platos, él se levanta. Dándoles la espalda, le da la señal a uno de sus hombres para que se acerque.
– Quiero saber quién está hablando de más en las noticias -murmura-. Y quiero que lo resuelvan ya.
– ¿Quién debería manejarlo esta vez? -pregunta su escolta-. A su abogado le ha ido muy bien últimamente.
– No. Este tema necesita una mano más… firme.
Horas más tarde, en su habitación, recibe un mensaje. No necesita leerlo. Sabe que su vida, momentáneamente interrumpida, vuelve a ser perfecta.